Una buena herencia dejó Rab Biniamín a su hijo Rab Leví: un terreno amplio, no lejos de la ciudad de Tzanz, donde el heredero eligió trabajar y vivir. Gracias a esa herencia, Rab Leví encontró una forma acomodada y decente de subsistir.
No pasó mucho tiempo y sobrevino a Rab Leví una situación que le oscureció todo su panorama: al concluir el año de duelo de su padre, recibió una notificación de parte del juez, la cual lo citaba a
presentarse sin demora en el juzgado. Una vez allí, comprobó con consternación que un hombre no judío poseía un documento firmado por su padre, donde constaba la operación de venta del terreno que recibió como herencia.
Rab Leví no lo podía creer. De haber sabido que su padre había vendido el terreno, se hubiera enterado. Y por lo que se acordaba, su padre nunca estuvo en una situación económica comprometida que lo hubiera obligado a desprenderse de sus bienes. ¿No será que este hombre lo amenazó de alguna manera para que se efectuara la operación? Y si así fuese, no habría manera de comprobarlo.
Sin saber qué hacer, se dirigió al Rab de la ciudad, el Gaón Rab Jaim Mitzanz. El anciano Rab era reverenciado no sólo por sus jasidim, sino por todos los miembros de las comunidades judías de
entonces, y hasta por los no judíos, que lo conocían como un “Hombre de Di-s” muy respetado.
– Yo iré contigo, y seré tu abogado – dijo el Gaón a Rab Leví, ante la sorpresa de éste.
– Al hacer su entrada en el juzgado, todos se pusieron de pie para recibir la presencia del anciano Gaón. Hasta el propio juez se levantó de su asiento, y ordenó a sus asistentes que le asignaran un
lugar especial.
La ceremonia comenzó con la lectura del acta, en la que el no judío reclamaba la posesión del terreno que ocupaba Rab Leví, en virtud de haberlo adquirido del difunto propietario, para lo cual presentaba como prueba un documento firmado.
El juez se dirigió a Rab Leví y le preguntó si estaba de acuerdo con esta declaración, y en caso contrario, qué alegaba al respecto.
– Su señoría: no creo que mi padre haya vendido el terreno a este hombre; estoy casi seguro de que así no fue – dijo Rab Leví.
– ¿Tiene alguna prueba para sustentar esa aseveración? – preguntó el juez.
– No. No tengo ninguna. Pero es imposible que haya ocurrido algo así. Y sospecho que...
– Permítame decirle – lo interrumpió el juez – que lo que realmente valen no son las suposiciones, sino las evidencias. Usted, en este caso, sólo “cree” y “sospecha”, pero el demandante tiene en su poder un documento firmado con puño y letra de su padre, donde consta que el día 15 de septiembre del año antepasado le vendió su terreno por una suma bastante razonable. ¿Qué tiene que decir ante esto?
Rab Leví se quedó en un impotente silencio.
En ese instante, pidió la palabra el Báal Dibré Jaim, la que le fue inmediatamente concedida por el magistrado.
Se levantó de su asiento y se dirigió al juez:
– Quisiera que me permita hacer unas preguntas a su señoría.
– ¿A mí? ¡Claro! ¡Adelante! – aceptó el juez.
– Quizás conoció usted al difunto padre del señor Leví.
– Sí. He tenido la ocasión de conocerlo personalmente. Varias transacciones comerciales se hicieron con él y he intervenido como juez en ellas.
– Y conforme a lo que usted sabía de su situación, ¿cree que hubo algún motivo que lo haya obligado a vender alguno de sus bienes?
– ¡No, no!
¡Definitivamente, no! Era un hombre de una posición acomodada. Y no creo que haya tenido alguna razón para desheredar a su hijo, a quien quería mucho. Pero ya le he dicho, Rabino, que no puedo guiarme por suposiciones.
– De acuerdo. Déjeme preguntarle algo más: ¿conocía usted su devoción hacia la religión judía del difunto?
– ¡Oh, sí! Lo recuerdo muy bien. Era un hombre muy aferrado a su ley. Por nada del mundo se me ocurre que pudiera haber hecho algo en contra de lo que la Torá le indica.
– No hace falta preguntarle, entonces, si piensa que el difunto pudo haber profanado el día sábado por alguna razón que no fuese peligro o emergencia.
– En efecto. Está usted en lo cierto.
– Ahora bien – y mientras esto decía, el Rab extendió un calendario al juez –, ¿puede usted mismo fijarse a qué día de la semana corresponde la fecha del documento en cuestión?
El juez miró el calendario, y luego dijo:
– Esa fecha cayó día sábado.
– Ahora quiero hacerle la última pregunta: Aunque usted no se base en suposiciones, ¿podría creer que el difunto realizó una operación comercial en nuestro Sagrado día Shabat, y que haya estampado su firma en el documento?
Se produjo un murmullo en el recinto, mientras el juez se quedó unos segundos en silencio. Luego, se dirigió enérgicamente al demandante, y le preguntó:
– ¡Quiero saber toda la verdad, ahora mismo! ¿Qué fue lo que pasó con este documento?
Ante el asombro de todos los presentes, el hombre bajó la cabeza y terminó por confesar que todo fue producto de un engaño. Un día vio un escrito con la firma del difunto y se le ocurrió la idea de falsificarla para inventar una historia. Sólo que ignoraba un detalle muy importante: Am Israel tiene un día en la semana que los cuida de todos los que quieren perjudicarlos. Es el día Shabat.
La sabiduría del Gaón Rab Jaim Mitzanz y la mitzvá de Shabat que cumplió toda su vida el difunto, salvaran a su hijo de un despojo. El día Shabat salió de testigo.
(Emuné Am Segulá. Hamaor)
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