jueves, 13 de diciembre de 2012

Las mujeres de Januca

¿Qué es Januca?
Con esa pregunta abre el Talmud, en el tratado de Shabat (21b), sus reflexiones sobre la festividad de las luminarias. La respuesta rabínica a dicho interrogante es la siguiente:

“Enseñaron los Sabios: El 25 de Kislev [comienza y] los días de Januca son ocho. En ellos no se pueden hacer ni panegíricos ni se puede ayunar, ya que cuando ingresaron los griegos al Santuario impurificaron todos los aceites del Santuario, y cuando el reino de la casa de los Jasmoneos se impusieron y vencieron, buscaron y no encontraron sino un solo cuenco de aceite que contaba con el sello del Sumo Sacerdote, y no había en él sino para encender [la Menora] durante un día. Sucedió un milagro y pudieron encender de él ocho días. Al año siguiente fijaron estos días y los hicieron días de fiesta, de alabanza y de reconocimiento [a Ds].”

Este pequeño párrafo – el cual se basa en un texto rabínico anterior conocido como Meguilat Taanit – es prueba manifiesta de la fuerza que tienen los relatos en la construcción de nuestras identidades. Independientemente de cuál haya sido la historia real de los días de Januca, la respuesta rabínica que hace eje en el milagro del aceite multiplicado nos recuerda que aquello que verdaderamente nos marca tiene más que ver con la narrativa que nos cuentan (y que a su vez vamos adoptando) que con la sucesión fidedigna de los hechos conforme ocurrieron en su momento.
No es casual que los sabios hayan acallado las voces de Januca en el período de la Mishna. Es cierto que, como recién mencionábamos, la descripción de la fiesta aparece en Meguilat Taanit, cuyo origen el mismo Talmud ata a la figura de Janania ben Jizkia (Shabat 13b), quien vivió en tiempos de la destrucción del Segundo Templo de Jerusalem. No obstante, Meguilat Taanit es un texto menor, el cual era estudiado por una pequeña cantidad de sabios. En consecuencia, aun si durante la época en que Jerusalem cayó en manos de los romanos la historia de Januca era conocida, la decisión editorial de los rabinos de esos tiempos fue la de no mencionarla en absoluto. Mientras en la Mishna encontramos reflexiones sobre Pesaj, Purim o Rosh haShana, entre otras festividades, sobre Januca no hay vertida una sola letra. Sólo para los tiempos en los que el centro neurálgico del judaísmo se había mudado de Israel, los Sabios se animaron a hablar de la fiesta. Y aun entonces, lo hicieron omitiendo marcadamente toda mención que girara en torno a la sedición del pueblo en contra del gobierno opresor de turno.
Luego de los golpes anímicos que significaron la caída del Templo en el 70 e.c. y la fallida revuelta de Bar Kojba en 135 e.c., los sabios procuraron silenciar toda gesta heroica. Januca, historia bélica según la cual “los pocos vencieron a los muchos y los puros doblegaron a los impuros” era pólvora en manos de vendedores de cerillos. Y el horno, para el cierre de la Mishna en el 220 e.c. ya no estaba para esa clase de bollos. De ahora en adelante, los únicos cerillos que se debían utilizar eran los necesarios para encender la Janukia, recordando el milagro de ese fantástico cuenco de aceite que duró siete días más de lo previsto, cuenco que brilla por su ausencia tanto en el primer como en el segundo libro de los Macabeos, así como también en la descripción que hace Flavio Josefo de la festividad de las luminarias.

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El peso del relato por sobre los sucesos históricos, la centralidad de la interpretación por sobre el hecho en sí, también se manifiesta en Januca en la relación que nuestra tradición plantea respecto a la participación de las mujeres en la celebración de la fiesta. Entre las distintas reflexiones que los sabios van compartiendo en el tratado de Shabat sobre los aspectos a resaltar de la festividad, nos encontramos con Rabi Ioshua ben Levi quien no duda en afirmar: “Las mujeres están obligadas en el encendido de la vela de Januca ya que ellas también participaron de aquel milagro” (23a).
Es importante dar cuenta de que Rabi Ioshua no da ninguna explicación ni detalle sobre el sentido de su dicho. Lo único que tenemos en claro es que Januca representa una excepción a la regla halájica según la cual las mujeres suelen estar exentas de todos los preceptos positivos que deben realizarse en un tiempo determinado.
El hecho de que Rabi Ioshua decida no explayarse, abre el juego a que la interpretación pueda intentar llenar este silencio. En principio, hay dos opciones: O bien las mujeres participaron en el milagro en el sentido de que fueron salvadas del yugo de los helenos tanto como los hombres, o bien hubo mujeres que participaron de alguna forma de la gesta liberadora.
¿Qué hacer para comenzar a desentrañar esta suerte de misterio talmúdico? En primer lugar, buscar paralelismos que nos ayuden a iluminar un poco más esto de la participación de las mujeres en el milagro de Januca. Y he aquí que el mismo Rabi Ioshua ben Levi aparece en otros dos lugares del Talmud involucrando a las mujeres en otros milagros de otras festividades. En el tratado de Meguila (4a) leemos: “Las mujeres están obligadas a leer la Meguila [de Ester] ya que ellas también participaron de aquel milagro.” De igual manera, en el tratado de Pesajim (108a-b) Rabi Ioshua dice: “Las mujeres están obligadas a [tomar de] las cuatro copas [del Seder] ya que ellas también participaron de aquel milagro.”
En el caso de Purim podríamos acordar sin mucha dificultad que la participación de Ester fue esencial para la salvación del pueblo. En el caso de Pesaj, también podemos observar una fuerte presencia femenina en los primeros capítulos del libro de Éxodo, presencias que contribuyeron a que el pueblo termine por abandonar la casa de la esclavitud: Iojeved y Miriam se aseguraron que Moshe sobreviviera; las parteras Shifra y Pua temieron a Ds y no mataron a los niños hebreos; la hija del Faraón rescató al joven Moshe y lo adoptó como uno más en el palacio real; las mujeres hebreas fueron encargadas de pedirle a sus congéneres egipcias el oro y las joyas que se llevaron al salir de Egipto, y que sirvió para construir el tabernáculo en pleno desierto.
Aun así, pareciera que las cosas no son tan evidentes, ya que cuando Rashi comenta en Meguila, dice: “También sobre las mujeres decretó Haman para destruir, matar y exterminar, desde los jóvenes a los ancianos, niños y mujeres.” De igual manera, los Tosafot dicen en Pesajim: “También ellas estuvieron en aquella duda, es decir: compartieron el peligro de ser destruidas, muertas y exterminadas.”
La historia de Judith no aparece en el Talmud. Es imposible saber si Rabi Ioshua siquiera oyó nombrar la gesta de esta valerosa mujer. Lo que sí sabemos es que en la Edad Media fueron surgiendo varios midrashim tardíos que de alguna forma entrelazaban los hilos que nosotros por ahora vemos un tanto sueltos. En este sentido, por ejemplo, leemos en Otzar haMidrashim (p. 192) que durante tres años y ocho meses se sucedió el derecho de pernada, hasta que le tocó el turno a la hija de Iojanan, el Sumo Sacerdote, y miembro de la familia de los macabeos. Fue en ese momento que se orquestó todo para que pareciera que todos estaban de acuerdo con que el regente tomara a esta muchacha, pero en el momento en que parece que hay una gran fiesta entre judíos y helenos, Juda y sus hermanos entran y le cortan la cabeza. Acto seguido, el mismo midrash (pp. 192-193) agrega:

“Debido a que escuchó el rey griego que habían asesinado los judíos a su regente, juntó a todo su pueblo, llegó hasta Jerusalem y la sitió. Y temieron mucho los judíos. Había allí una mujer viuda, Judith era su nombre. Ella tomó a su sierva, fue hasta las puertas de Jerusalem y dijo: Déjenme salir a fin de que se realice un milagro a través mío. Le abrieron y salió. Y fue en busca del rey, quien le preguntó: ¿Qué es lo que quieres? Y ella respondió: Hija de gente importante soy yo, y mis hermanos son profetas, y he escuchado que profetizaron que mañana caerá Jerusalem bajo tu mano. Cuando [el rey] escuchó esto se alegró mucho […] Y el rey le creyó a esta Judith y la amó, y le preguntó: ¿Te quisieras casar conmigo? Le respondió: Mi señor rey, no soy digna ni de uno de tus sirvientes, pero debido a que es lo que quiere tu corazón [acepto] […] Luego fueron todos a dormir a sus tiendas y el rey se sentó en el regazo [de Judith] y se durmió. Y fue esta Judith, tomó su espada y le cortó la cabeza.”

De Juda a Judith, de los tiempos de Januca a los relatos del Medioevo, a nosotros nos queda la certeza de la centralidad de las narrativas en la gestación de sentidos que trascienden los textos originales o las intenciones de algunos de nuestros antecesores. Posiblemente nunca sepamos a qué se refirió Rabi Ioshua en el Talmud. Quizá defendía la valentía de una madre quien, como Abraham, puso sus valores por sobre el amor a sus hijos. Quizá pensaba en Judith, aquella viuda a quien no le tembló el pulso cuando puso fin a la vida de Holofernes. Y quizá no pensaba en ninguna heroína en particular sino al hecho de que tanto hombres como mujeres fueron salvados de la desgracia que significaba el yugo de Antíoco Epífanes. De cualquier manera, el silencio talmúdico frente a la frase de nuestro sabio nos permite seguir interpretando hasta el día de hoy, y seguir tendiendo puentes entre textos y tradiciones que a priori parecerían inconexas. Es de esta manera que construimos nuestro propio relato, siempre fruto de nuestras elecciones, y siempre mucho más efectivo, profundo y trascendente que la veracidad incuestionable de los hechos históricos. Ya que como dijo Walter Benjamin: “El valor de la información no sobrevive al momento en que fue novedad. Sólo vive en ese momento; debe rendirse completamente a éste, y explicarse sin perder tiempo. Un relato es diferente. No se consume a sí mismo. Se preserva y concentra su fortaleza, siendo capaz de liberarse aun luego de mucho tiempo.” (1)
(1) W. Benjamin, “The Storyteller: Reflections on the Works of Nikolai Leskov,” VII, pp. 4-5. En:
 

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