La historia bíblica nos relata que cuando los espías enviados por Moisés regresaron de su tarea, hablaron mal de la tierra de Israel (9 de ab). Y como es lógico, el peso del pecado recae sobre ellos. Sin embargo, no solo los espías fueron castigados sino también el resto del pueblo. ¿Por qué? Tal como lo explicamos: debido al llanto vano, lo cual expresa una voluntad afectada.
Mas cuando nos referimos al trabajo espiritual y a la corrección de nuestras malas cualidades, creemos importante destacar otro detalle bíblico que parece pasar desapercibido en medio de tantos hechos importantes.
Es cierto, los espías regresan y tergiversan la realidad en su relato. Mas no nos olvidemos de algo fundamental: siempre hay alguien que habla y alguien que escucha.
Si el pueblo no hubiese atendido el relato maldito de los espías, tal vez su voluntad no se hubiese visto trastocada y, quizá, tampoco hubieran debido morir en el desierto.
Muchas personas cuidan su lenguaje y están atentos a todo lo que dicen, olvidándose que los oídos también deben ser protegidos. Más aún: hablar es un acto voluntario. Ciertamente, es difícil mantenerse callado. Pero dejar de escuchar es mucho más complicado. El oído funciona independientemente de nosotros, y aunque mi voluntad sea no hacerlo, en ocasiones "oímos sin querer".
Pensemos. Una persona pensante y reflexiva en muchas ocasiones se ve a si misma diciendo a otros: "Mejor no lo digo, prefiero callarme la boca". ¿Mas cuántas veces recordamos haber dicho "Perdón, pero no estoy dispuesto a oír lo que tienes para contarme". Hablando en términos contemporáneos, es como si el "antivirus" debería revisar lo que sale de mi boca, mas no lo que entra a mis oídos. ¡Error! ¡Grave error!
No basta con cuidar la boca, también los oídos deben ser protegidos y preservados. No todo debe oírse: daña al alma.
En cierta ocasión, un gran sabio, el Jafetz Jaim, regresaba a su pueblo de un viaje en un carruaje conducido por caballos. En mitad del camino divisó a un hombre que caminaba sin descanso, como alguien que se empeña en llegar a un sitio importante. El sabio solicitó al conductor del carruaje que se detuviera por un instante junto al caminante.
- ¿Tal vez usted camina en nuestra misma dirección?, le preguntó el Jafetz Jaim al hombre agotado. Quizá podríamos acercarlo.
- Muchas gracias, dijo el hombre sorprendido. Marcho en dirección a Radín. Voy a conocer al gran sabio de Torá, al famoso Jafetz Jaim.
El hombre, sorprendido por el gran gesto del sabio, y sin reconocerlo, subió al carruaje y se acomodó en un rincón. Por fin podría descansar del calor agobiante y de la interminable caminata. Mas apenas se había sentado, el sabio le preguntó:
- ¿Acaso haces todo este esfuerzo de caminar y viajar nada más que para conocer al Jafetz Jaim? Te aseguro que no vale la pena. ¡No es tan grande ni tan sabio como lo imaginas!
- ¿Por que no te callas de una vez? Le dijo el hombre interrumpiendo el comentario del sabio. Estás hablando mal acerca de un gran sabio de Torá.
- No, insistió el humilde Jafetz Jaim con la intención de convencer al hombre de que no realizara semejante esfuerzo para conocerlo. Te aseguro que el Jafetz Jaim no tiene el nivel que le adjudicas.
Ahora sí, al escucharlo, el hombre enfurecido se levantó, y golpeando al Jafetz Jaim saltó del carruaje y continuó indignado su viaje a pie, en dirección a Radín.
Al día siguiente, cuando el hombre se presentó a la puerta de la casa del Jafetz Jaim, reconoció al hombre del carruaje e inmediatamente comprendió su error. ¡Había golpeado al propio Jafetz Jaim! Entonces, temblando y llorando, se arrodilló ante el sabio y le solicitó que lo perdonara.
- No tengo nada que perdonar, agregó el Jafetz Jaim. Por el contrario, he aprendido gracias a tí que no solo está mal hablar calumnias acerca de los demás, sino que tal prohibición de la Torá también incluye al hablar mal acerca de uno mismo. He sido castigado por mi culpa y no por la tuya.
En resumen: los grandes sabios cuidaban su lengua para no hablar mal de nadie y tampoco de nada. Ni de personas ni de objetos, ya que era plenamente conscientes de que todo pertenecía a la obra de creación.
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